Ahí yace él al final, el converso de lecho de muerte, el Libertino que se hizo pío. No podía danzar a medias, ¿no es cierto? Si me daban vino lo apuraba hasta el poso y lanzaba la botella vacía contra el mundo. Si me mostraban a Jesucristo en su agonía me subía a la cruz y le robaba los clavos para mis propias palmas. Y así me voy, cojeando, del mundo, dejando mis babas sobre una Biblia. Si miro la cabeza de un alfiler, veo ángeles danzando, bueno, ¿os agrado ahora?¿Os agrado ahora?¿Os agrado ahora?¿Os agrado ahora?...

John Wilmot (The Libertine)

domingo, 3 de febrero de 2013

Volviendo a casa.

Me dices, a la luz de una bombilla, que me tranquilice. Que me quite las manos del cuello y respire fuera aires de delicia. Me tomas de los hombros y me balanceas, queriéndome despertar de torturas inmortales. Me cierras los ojos, intentando hacer desaparecer el dolor, pero no se vuelve invisible por muy oscuro que hagas el mundo. De tu boca salen palabras de consuelo a través de un embudo, sin conseguir que no se derramen por los bordes de tu mentira. Me haces esperar tiempos imaginarios, un azul inventado y una vida que sustituya a una ya rota por los mismos labios que me lo contaron.

Y no fue.

Medalla de bronce para tus encantos. Siempre pudiste ser mejor. Abriste el ataúd en el que yo misma enterré mi gloria. Duró sólo una semana, suficiente para exprimir de nuevo el jugo de la fruta podrida. Suficiente para querer extrañarte ahora, y sin embargo no poder.
Decías ser un experto explorador, y de eso no tengo queja alguna. No había división entre el deseo y el desasosiego. Adoraba nuestras peleas de siete noches, furias de fieras desatadas en el más puro instinto animal. Yo te llamaba cabrón y tú a mí zorra, y sucedía después. ¿Acaso pudo haber algo que demostrara más que necesitábamos vida?
Duró tan sólo una semana, siete noches de sexo y olvido. No te quiero, no te extraño, no te necesito, pero sé lo que pudo ser y no fue.